Rust Belt rebirth: a $17,500 Cincinnati old home renewal

Mon, 29 Jun 2015 08:10:09 -0400

It’s become difficult to afford urban living in places like San Francisco, New York or even Portland, but there is an alternative. In Rust Belt cities like Pittsburgh, Buffalo and Cincinnati, you can buy or rent for about 1/10th the price.

“They’re all much better than people in California imagine,” blogs Johnny Sanphillippo who has spent significant time interviewing people in this part of the country. “I’m a huge fan of the city of Cincinnati. I love the magnificent architecture, the cool people, and the gorgeous natural beauty that surrounds the city. And I’m incredibly excited that many of the best historic neighborhoods are beginning to come back to life after a fifty year slumber brought on by middle class exodus to the suburbs, deindustrialization, and general neglect. There’s a serious pent up market demand for vibrant, mixed use, walkable neighborhoods all across the country with shockingly little supply. We just haven’t built places like this since World War II and there’s a hunger for it in the real estate market.”

In this video, Sanphillippo visits Mike Uhlenhake who bought his historic row house in the now-trendy Over-The-Rhine neighborhood for $17,500 (it was a burnt out shell on the “condemned list”). He fixed it up himself for a grand total of $90,000. Today he lives upstairs with a roommate and rents out the bottom floor for extra income.

* Johnny Sanphillippo (owner of a small, mortgage-free home) filmed this story. He blogs about urbanism on granolashotgun.com

by kirstendirksen

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Yokohama narrow tiny house breathes, attracts local nature

Mon, 27 Jul 2015 01:26:39 -0400

On a site 3.3 meters wide and 10 meters deep, architect Takeshi Hosaka planned a dream home for himself and his wife Megumi. Leaving the ceiling open to the sky, the main space of the home “is not inside and is not outside”. A large tree casts shadows of the sun and moonlight on the wall, birds and rain enter the space and grasshoppers lay eggs here.

Takeshi and Megumi spend most of their time in the open air- only closing the sliding glass walls only during winter. Without the glass, there’s no wall to separate the couple from the elements and a sheer drop to the first floor.

Space in the 38-square-meter home is hyper-maximized: the kitchen is wide enough for a counter and a person; the bedroom fits only a futon which folds up during the day; and the bathroom door hits the toilet and doesn’t close all the way. All this is irrelevant when most of life takes place in a space without walls or ceiling.

by kirstendirksen

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Montana accessory dwelling as writer’s retreat & guest cabin

Wed, 22 Jul 2015 12:24:32 -0400

Crissie McMullan and her husband Jeremy Smith wanted more space for their Missoula home. The couple live with their daughter and college-student niece and often have out-of-town guests. Plus, Smith works from home and McMullan was planning to take a year off work to write a novel.

To make extra room for guests and a writing retreat, they hired designer Charles Finn to craft them a cabin out of recycled and reclaimed materials. 

McMullan spent a year writing from home, but today works full-time as director of a center for young mothers. The backyard cabin now serves as her refuge for early morning and weekend writing sessions, when it’s not being used as a guest unit.

“It’s just great to have this space to come home to… I think most of us are really rushed in our external world. There’s always something else that needs to be done. I am really happy that the power cord extends out here but our Internet doesn’t so I can’t check my email, I can’t get online so I’m really cut-off. I don’t bring my phone out here so when I’m out here, when I’m here I’m here.”

by kirstendirksen

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Pastores en la Gran Cuenca: de Vasconia a la senda de Oregón

Mon, 20 Jul 2015 01:58:34 -0400

Viajamos por el árido altiplano de la Gran Cuenca, un territorio de clima continental e interminables colinas de polvorientos arbustos encajonado entre Sierra Nevada, al oeste, y las Montañas Rocosas, al este; la aspereza de la región condiciona la idiosincrasia y personalidad de los habitantes del interior del Noroeste del Pacífico estadounidense.

Las promesas agrarias de esta meseta árida, realizadas por sus pioneros y promotores a principios del XIX, no se cumplieron en la mayoría del territorio pese al consistente esfuerzo de quienes avanzaron hacia el Oeste en la sucesivas olas migratorias.

Con la prosperidad (pieles, madera, oro, agricultura) de las regiones de la costa del Pacífico y la llegada del ferrocarril, las caravanas tiradas por bueyes, mulas o caballos de la ruta de Oregón dieron paso a una lánguida economía agraria de subsistencia en torno a una cuenca de clima extremo y tierra pobre, apta sólo para quienes no temían el reto quimérico de prosperar en el desierto.

(Imagen: monumento a la senda de Oregón en el interior del Estado con el mismo nombre)

De Vasconia a los “bois” de Idaho

Entre quienes lo intentaron, se halla una de las colonias vascas más numerosas y documentadas más allá de los territorios históricos entre España y Francia. Su centro neurálgico es Boise, la pequeña, arbolada (en su fundación, un guía francés destacó la concentración arboledas o “bois” en el emplazamiento, originando su nombre) y apacible capital del poco poblado y rural Estado de Idaho.

El imaginario colectivo estadounidense tiene poco espacio para Idaho más allá de la fama de sus patatas (“famous potatoes”, dice la matrícula automovilística del Estado) y de ser la sede de Simplot, compañía fundada por el mismo John Richard Simplot (“J.R.”) que hizo fortuna vendiendo patatas y cebollas deshidratadas al ejército de EEUU durante la II Guerra Mundial. 

Una vez acabada la guerra, Simplot se adaptó a los nuevos tiempos inventando las patatas fritas congeladas y vendiéndolas a McDonald’s, una estrategia de negocio con profundos efectos culturales y dietéticos en Estados Unidos. Eric Schlosser lo explica en Fast Food Nation.

(Imagen: paisaje característico del alto desierto de la Gran Cuenca, en este caso en American Falls, Idaho)

Boise recuerda a Simplot en cada uno de sus rincones, ya que la compañía se convirtió en mecenas filantrópico y de las artes con poca repercusión más allá de Idaho.

Great Basin: en la elevada, continental y desértica Gran Cuenca

Recorriendo la Gran Cuenca, desde el interior de Oregón hasta el interior de meridional de Washington, el extremo oriental de Montana, Idaho, Utah y Nevada, hay un común denominador que ha dejado un rastro cultural más consistente que otros inmigrantes europeos o que la acción filantrópica de empresas como Simplot: se trata de los vasco-americanos, o ciudadanos de origen vasco, tanto español como francés.

Los vascos se encuentran entre los primeros pobladores de la zona, presentes en la consolidación de las primeras rutas hacia el Oeste desde el Misuri, pero su presencia aumentó sobre todo cuando la aridez de la Gran Cuenca proporcionó una oportunidad a la única alternativa viable a explotaciones agrarias que necesitaban más agua y tierra más rica que la de la zona: el pastoreo extensivo de ganado capaz de adaptarse al secarral del altiplano, sobre todo ovino y, en menor medida, caprino y vobino.

Una antigua relación con los pueblos nativos americanos

Los vascos se encontraban entre los primeros exploradores y ganaderos que permitieron el pastoreo extensivo más al sur, en territorio navajo.

Los grupos de esta etnia amerindia adoptaron la ganadería ovina y las técnicas textiles importadas desde Europa por la entonces pujante industria ovina castellana, hasta el punto de convertirse, siglos después, en una tradición navajo considerada como parte integrante de su acervo.

Mucho más tarde, desde mediados del siglo XIX hasta mediados del siglo XX, miles de vascos emigrarían de sus territorios ancestrales (sobre todo desde Vizcaya) para ejercer el duro oficio del pastoreo entre las colinas más elevadas y de mejor pasto en el alto desierto de la Gran Cuenca, aislados del mundo exterior durante semanas o incluso meses mientras guiaban grandes rebaños de ovejas y cabras por zonas despobladas.

(Imagen: localidad de Missoula, al oeste de Montana)

Antes de los trascendentalistas: la autosuficiencia de los primeros pastores

El pastoreo en el interior de California, Idaho, Oregón o Nevada no era una tarea para amantes de la apacible vida urbana, sino un oficio solitario y aventurero a la altura de lo que los trascendentalistas Emerson, Thoreau y Whitman, entre otros, reconocieron a mediados del siglo XIX como potencial espiritual genuino de Estados Unidos: la introspección y sabiduría procedentes del contacto sin intermediación del individuo con la naturaleza primigenia de un continente joven y la autosuficiencia que requería esta tarea.

Nada que no pudieran hacer los descendientes de marineros y aventureros que habían acompañado a la Corona Española en la exploración de las Américas desde el primer viaje de Colón, por no hablar de su uso como vanguardia en las ya olvidadas y polvorientas hazañas bélicas españolas durante los Austrias (época en que se temía a los tercios vascongados), recuperadas para el imaginario popular por Arturo Pérez-Reverte.

(Imagen: vista panorámica de Boise, Idaho, desde Boise Heights, colinas al norte de la ciudad arbolada)

O así lo creen los descendientes de los primeros y últimos aventureros que dejaron Vizcaya y, en menor medida, los otros territorios de Vasconia para pastorear en la Gran Cuenca de Norteamérica u ofrecer asistencia a los pastores, desde alojamiento a afinidades identitarias todavía presentes en Boise, donde existe una “manzana vasca” con museo, centro cultural, bares, restaurantes, antiguo albergue y frontón de pelota incluidos, y la bandera vasca ondea en el Ayuntamiento de la capital de Idaho junto a la de la ciudad y la del Estado.

Euskera en la alcaldía de Boise

En el mismo bloque, la primera casa que gestionó la llegada de vascos a la zona (la casa Uberuaga, en el número 607 de la calle Grove) se mantiene intacta como museo y en su pequeño jardín hay un frondoso roble que desciende del árbol “hijo” de Guernica. Bajo el “árbol padre” (desde el siglo XIV hasta 1742), Fernando el Católico juró los Fueros de Vizcaya. Hay otros retoños que descienden del actual árbol de Guernica, como el que preside la principal agrupación vasca de Buenos Aires entre las avenidas de Belgrano y Lima.

En esta “manzana” de Boise (“basque block”), hay un bar Gernika, se oyen expresiones en euskera con un fuerte acento estadounidense y el equipo de “soccer” más respetado no son el Madrid el Barça o cualquier otro club de alcance mundial, sino el Athletic de Bilbao (que, durante nuestra estancia en casa de unos parientes que residen en la ciudad, estaba a punto de visitar la ciudad para enfrentarse en un partido amistoso a un club de la primera división mexicana).

(Imagen: “Main Street” en Lava Hot Springs, en el árido sur de Idaho, en un lugar estratégico de la senda de Oregón)

En Boise, nos explicaron que el alcalde de la localidad, David H. Bieter, pasó una temporada estudiando en el País Vasco y es el único alcalde estadounidense que habla euskera.

Entre Boise y Oñate

Como Bieter, muchos oriundos de Idaho viajaron a localidades como Oñate para completar sus estudios y mantener vínculos con el País Vasco. Es el caso de uno de nuestros parientes políticos, Kevin Loveless, que dirige una conocida agencia turística de la ciudad fundada por su madre, y recuerda “un Bilbao gris y descuidado, como deprimido” durante sus primeras visitas en los 80.

(Imagen: panorámica del “Basque Block” en Boise, Idaho)

“Luego volví veinte años después, cuando ya estaba el Guggenheim y todo parecía cuidado”. Eso sí, incluso en los 80 “San Sebastián tenía un aire distinto, más apacible y abierto a quien venía de visita”. 

Los descendientes de pastores y emigrantes vascos de segunda, tercera y cuarta generación apenas recuerdan el trabajo que llevó a sus antepasados a la región.

Antes de llegar a Boise, habíamos entrevistado a Henry Etcheverry, uno de los pocos ganaderos que siguen el oficio de sus progenitores.

Los últimos “old timers”

“La mayoría de negocios ganaderos se gestionan con empleados que ahora proceden en su mayoría del Perú”, explica Etcheverry. “Hay que estar acostumbrado a la dureza de la soledad en el alto desierto para hacer bien el trabajo”.

Nadie de la antigua comunidad ganadera quiere seguir el oficio de sus antepasados si tiene la oportunidad de no hacerlo. “Nosotros los viejos vascos estamos en retirada. La generación más joven no quiere hacerlo. Lo entiendo. Es mucho trabajo. Los chicos quieren estudiar”.

(Imagen: museo vasco de Boise, la pequeña capital del poco poblado Estado de Idaho)

El padre de Etcheverry había emigrado del País Vasco francés en 1929, para conocer a su madre, que había nacido al otro lado de los Pirineos, en la comunidad vasca de Idaho. “A mí me gusta lo que hago y me siento con fuerzas para seguir haciéndolo”. Eso sí, sus hijas viven en Boise y se han desvinculado del negocio familiar. 

Al despedirse de nosotros, Henry nos previene de lo que encontraremos en Boise: “Está muy bien celebrar nuestro origen y mantener nuestros rasgos, pero es como si muchos vascos de Boise no quisieran recordar que la mayoría de sus mayores vinieron a este país como pastores o similar; es como si les diera vergüenza”.

Cuando la franqueza parte de la autosuficiencia

Su aspecto, su acento y confianza en lo que hace convierten a Henry Etcheverry en algo más norteamericano que el modelo que se hizo famoso en el anuncio de Marlboro. No obstante, como tantos otros de los “old timers” de origen vasco en la región, aprovecha cualquier oportunidad para hablar euskera o conversar sobre cómo van las cosas entre los vasco-americanos o en el rincón transpirenaico del que proceden sus antepasados.

(Imagen: cartel anunciando la visita a Boise del Athletic de Bilbao)

Si Michael Pollan hubiera acudido a Idaho para trabajar en su ensayo sobre la industria alimentaria estadounidense El dilema del omnívoro, alguien como Henry Etcheverry habría representado el papel de ganadero honesto y celoso de su individualidad, cuyo conservadurismo tradicional se convierte en lo que muchos entienden por auténtico progresismo: independencia con respecto a injerencias externas y sensatez.

En cambio, Michael Pollan habló de Joel Salatin, un libertario sureño que ha convertido la autogestión de su granja en un ejemplo de gestión agropecuaria sostenible.

Cuando dejamos Lava Hot Springs, la pequeña localidad con atracciones fluviales (trampolines, rafting, aguas termales) en el alto desierto destinadas al público local en donde Henry Etcheverry sigue con su rebaño, nos dio la sensación de que cada alto en el camino tiene alguna reminiscencia al origen vasco de numerosos habitantes.

Entender Norteamérica desde sus ríos y cuencas

Hay distintas maneras de entender Norteamérica: por substrato nativo americano, por antigua/s potencia/s colonizadora/s, por zona climática… y por orografía y cuenca hidrográfica.

La División Continental de Norteamérica es la línea que, desde Alaska hasta el istmo de Panamá, establece qué ríos y afluentes decantan su curso:

  • hacia el este (de norte a sur: Océano Ártico, Océano Atlántico, Golfo de México y Mar del Caribe);
  • o hacia el oeste (Océano Pacífico).

Las Montañas Rocosas cumplen en Norteamérica el papel de los Andes en América del Sur: en su vertiente oriental, las cuencas fluviales se decantan hacia el Atlántico, mientras que la vertiente occidental discurre hacia el Océano Pacífico, con sus poderosos y refrescantes frentes fríos procedentes de Alaska y bancos de niebla que han inspirado a los habitantes del poniente de las Rocosas desde antes de la llegada de los Europeos.

Una historia de la divisoria continental

La divisoria continental influyó sobre la población de Norteamérica desde el extremo oriental de Eurasia durante la última gran glaciación, como también tuvo un papel relevante en su exploración.

  • España optó por explorar desde el sur por la costa (cabotando, debido a las fuertes corrientes que impedían el ascenso de grandes flotas desde la Baja California o “California Vieja”, imposibilidad que inspiró las misiones franciscanas que vertebraron el Estado más próspero y poblado de la Unión) y el interior desértico y hostil;
  • Rusia descendió desde Alaska, priorizando el comercio de pieles sobre la geopolítica;
  • Francia y Gran Bretaña litigaron al norte de la California Nueva española y posteriormente mexicana, hasta que las rutas migratorias al territorio de Oregón consolidaron la presencia de una potencia local que se consolidó emigrando hacia el Oeste: Estados Unidos.

Después de la expedición de Lewis y Clark, buena parte del imaginario colectivo de Estados Unidos se forjó durante las migraciones masivas a través de una ruta comercial septentrional que llevó a descendientes Europeos desde la cuenca del Misisipí (actual Medio Oeste estadounidense) hacia el Noroeste del Pacífico a través de los duros pasos de las Rocosas, pasos fluviales y rutas por el alto desierto de la Gran Cuenca, dominado por pueblos a menudo renuentes a las poblaciones, granjas y asentamientos en su territorio ancestral.

(Imagen: cartel alegórico conmemorativo de la cultura vasca en el “Basque Block” de Boise, Idaho)

Orígenes de una ruta de caravanas legendaria: la senda de Oregón

La ruta que a principios del siglo XIX recibiría el nombre legendario de “Oregon trail” fue explorada primero por los españoles, cuando a finales del siglo XVIII Francia cedió el territorio occidental de la Luisiana a España después del Tratado de París, mientras que el Oriental pasó a manos del Reino Unido (a principios del XIX, otra vez en manos de Francia, Napoleón vendió la Luisiana a Estados Unidos).

Las partidas de funcionarios y comerciantes españoles querían establecer una ruta desde la cuenca del Misuri (zona oriental de la divisoria continental) y el Océano Pacífico, cruzando por la Gran Cuenca, región de altiplanos áridos  dominados por un lecho interminable de arbustos resistentes a las altas temperaturas diurnas y al descenso térmico nocturno: la polvorienta y adusta artemisia tridentata o “sagebrush” que nos acompaña en el paisaje de tantos clásicos western.

Si los primeros carros y caravanas de la senda de Oregón fueron promovidos por potencias coloniales, este camino no se consolidó hasta que Reino Unido, España y Francia cedieron su escaso y disperso interés colonial en la zona, planeado desde la cúpula, al interés real promovido desde los despojados procedentes de Europa: inmigrantes, desde minorías religiosas a campesinos sin tierras y proscritos en busca de una oportunidad en la Gran Cuenca y más allá.

Vestigios del Salvaje Oeste

El discurrir intermitente de partidas de pioneros, sobre todo comerciantes de pieles, dio paso a viajeros en busca de fortuna a partir de la escasa información que recopilaban de historias difíciles de contrastar procedentes de almanaques, el boca a oreja y la prensa de la época.

Después de los barateros y mercachifles de distinto pelaje, buhoneros y comerciantes de pieles, llegó el aluvión de colonos, ya prevenidos ante la hostilidad de los nativos americanos de la zona, la dureza del alto desierto y el intratable curso de ríos irregulares y caudalosos (el Snake descubrió su capacidad para esculpir horcajos y cañones que competían en profundidad con los del Colorado).

Primero, los colonos reclamaron tierras sin más derecho que su propia demarcación; la Ley de Asentamientos Rurales (Homestead Act) llegaría en 1862, concretamente 14 años después de que el descubrimiento de oro en California convirtieran la senda en un vibrante trasiego de viajeros con infinidad de acentos y el inglés justo para sobrevivir.

La ruta que conformó una personalidad

Quienes se aventuraban desde los dominios del Misuri, empezando en San Luis o en cualquiera de los asentamientos y localidades que avanzaban hacia poniente en la ruta hacia la divisoria continental de las Rocosas, apenas compartían la determinación de avanzar hacia el poniente para convertir una idea en oportunidad material (primero, buhoneros, comerciantes y campesinos del norte europeo; después, buscadores de oro en dirección al norte de California) o espiritual (mormones y grupos religiosos escindidos de doctrinas protestantes, que optaron por Utah).

Pronto, la promesa agraria de las tierras del altiplano de más allá de las Montañas Rocosas se adaptó a la dura realidad de la región y apenas se consolidaron las poblaciones que servían de posta a la propia ruta de Oregón, a menudo próximas a confluencias fluviales y lugares con pasto suficiente para mantener ganado y animales de tiro todo el año.

(Imagen: la legendaria “sheep wagon”, o caravana empleada por los pastores vascos en sus estancias de alta montaña)

Usando sus propios canales de inmigración, los vascos en la zona atrajeron primero a parientes y relaciones en Europa, y más tarde viajar al interior árido del noroeste de Estados Unidos se convirtió en una oportunidad y escape aventurero para muchos vizcaínos y, en menor medida, guipuzcoanos, alaveses, navarros y vascos franceses.

Algunos de los olvidados inspiradores del género western

El trabajo requería autosuficiencia y capacidad de orientación en territorios indómitos. Los descendientes de estos primeros pastores de origen vasco recuerdan a estos pioneros con fotografías, historias familiares y evocaciones que incorporan nostalgia y algo leyenda, alimentada por el género literario y cinematográfico del western.

Los pastores vascos desplazaban sus rebaños a la alta montaña para pasar los meses calurosos; avanzaban con mulas que tiraban de una carreta cubierta de lona característica del oficio y reconocida en toda la región norteamericana de la gran cuenca.

Las caravanas de pastoreo son tan legendarias como sus propios moradores, que tras una larga jornada de trabajo a la intemperie volvían a ellas a comer y a calentarse junto a su estufa de hierro.

(Imagen: detalle de la “sheep wagon”)

Las carretas eran una derivación de pequeño tamaño de las caravanas que habían realizado la travesía hacia el Oeste por la senda de Oregón: estructura de madera con remates metálicos y ejes resistentes para el trasiego por terreno especialmente irregular, cubierta semicircular de lona blanca transpirable y apacible interior recubierto de madera con camastro, estufa, mesita, bancos y todo tipo de utensilios para subsistir durante meses.

Vida sencilla en una caravana de pastor

Decidimos visitar a un matrimonio que se ha especializado en restaurar y reproducir caravanas de pastor (“sheep wagons”) que a principios del siglo XX albergaban a pastores oriundos de Vasconia en torno al alto desierto entre las Rocosas, y las sierras del Oeste (al norte, las Cascadas, que se convierten en Sierra Nevada a su paso por California).

Kim y Kathy Vader descienden de pastores y ganaderos de Idaho y hace unos años decidieron invertir su experiencia en labores artesanales en reparar y recrear antiguos vagones de pastores.

A menudo, se trata de encargos realizados por descendientes de los pastores y ganaderos de la zona, pero también  abunda el interés de quienes prefieren la sencillez, robustez y materiales tradicionales de una caravana de madera con cubierta de lona a las alternativas modernas.

(Imagen: Jordan Valley, en el árido, pobre y despoblado interior de Oregón)

Los abuelos de Kathy Vader se encuentran entre los centenares de historias anónimas sobre hombres de origen vasco que conocieron a su pareja, con el mismo origen, en sociedades de amigos de Estados Unidos.

Hilos de memoria en la Gran Cuenca

El padre de una tía de Kim, Gloria Vader, Ben Cenarrusa, llegó a Idaho en 1917 como pastor de ovejas; tenía sólo 17 años. Tiempo después conoció a su futura mujer, Mary Aspiasu, en el albergue vasco Soloaga, en Soshone. Se casaron en 1934.

Los hermanos Cenarrusa ejemplifican la historia de tantas otras familias vizcaínas y guipuzcoanas a principios del siglo XX. Ben Cenarrusa tenía otros tres hermanos. 

De los cuatro hermanos, sólo uno, Manuel Cenarrusa, permaneció en España. Pete Cenarrusa se estableció en Richfield, Idaho, mientras Joe Cenarrusa lo hizo en Hailey, otra pequeña localidad de Idaho. Uno de los descendientes de los Cenarrusa, Pete, primo de Gloria Vader, fue Secretario de Estado de Idaho.

Esta y otras historias conforman la memoria familiar de miles de habitantes de la región que continúan vinculados de un modo u otro con localidades de la Gran Cuenca que, décadas después de que el pastoreo solitario instigara historias y leyendas del Oeste, atraerían a visitantes más ilustres en busca de soledad introspectiva y esquí alpino. 

Inspirados por el alto desierto (y sus habitantes)

Es el caso de Ketchum, Idaho, donde surgiría la estación y alojamiento (“lodge”) de esquí alpino de Sun Valley, frecuentado por Ernest Hemingway (que mantuvo allí la casa familiar), Gary Cooper, Clark Gable o, más recientemente, por Clint Eastwood (con casa familiar en una de las colinas de Ketchum).

Antes de que la estación ferroviaria cercana y la nieve atrajera desde los años 40 a personalidades y dignatarios, el pastoreo había sido el primer negocio importado en suceder a los nativos americanos de la zona, las expediciones de reconocimiento con financiación pública y privada, así como el merodeo de buhoneros y buscadores de oro.

(Imagen: frontón de Jordan Valley, construido en 1915 y restaurado en 1997)

Quizá la personalidad de Ernest Hemingway o Clint Eastwood, a menudo expuestos como arquetipos de masculinidad, autosuficiencia y aventura sin renunciar a su intelectualidad, incorpore rasgos propios de la vida dura y solitaria en el áspero e inabarcable interior de la Gran Cuenca, entre Sierra Nevada y las Rocosas.

El cielo abierto de la solitaria Route 95

Falta un personaje literario o cinematográfico que rinda tributo a los pastores vizcaínos que curtieron su identidad estadounidense entre el sol, los matorrales espinosos y el cielo abierto del alto desierto de Idaho, Nevada, Washington, Montana, Utah o California.

O quizá ya exista, aunque su apellido se haya adaptado a las exigencias del gran público de Estados Unidos, que durante generaciones primó los apellidos anglosajones (aunque inventados o “adaptados”) por encima de los originales.

Mientras nos alejamos de Idaho, atravesando el interior de Oregón y Nevada en dirección al norte de California, nos detenemos en localidades que todavía nos depararán alguna sorpresa.

Mientras circulábamos hacia el sur por la ruta transversal interestatal Route 95, decidimos hacer parada en Jordan Valley, localidad del este de Oregón en el árido y despoblado condado de Malheur, colindante con Idaho.

Frontón en Jordan Valley

Pronto nos dimos cuenta de la presencia de escudos representativos de las 7 provincias históricas de Euskal Herria (“seven in one”, recuerdan algunos abuelos en la región, hijos de inmigrados, sin que ya nadie les haga mucho caso, pues la idea de España genera más simpatías y afinidades que en el pasado y, sobre todo, es reconocida por quienes son ajenos al círculo de descendientes de inmigrados vascones).

Asimismo, Jordan Valley, una localidad pequeña y polvorienta que ha decrecido en tamaño y prosperidad con respecto a las fotografías de la zona a principios del siglo XX, tiene una gasolinera y motel con un nombre que no sorprende a nadie en la zona, “Basque Station”. 

Apenas a doscientos metros de distancia, se erige la sólida pared de piedra que describe el característico perímetro de un frontón que conserva sus marcas y signos originales: “pasa”, “falta”. 

El “Jordan Valley Frontoia” fue inaugurado en 1915 y restaurado en 1997. Su “abierto a todos” no está escrito en inglés, sino en euskera: “Danok Etorri”.

Lo que encontró John Adams en su visita a Europa

Los primeros vascos se asentaron en la zona en la década de 1890. En 1920, había 355 habitantes en la localidad, que había aumentado desde los 110 habitantes de 1900. A partir de 1930, y debido a las duras condiciones del lugar, la población empezó a descender, hasta llegar a las 196 en 1970.

El condado de Malheur languidece en el interior del duro Oeste estadounidense, y muchos descendientes de inmigrantes vascos se preguntan cómo andarán las cosas en la tierra de sus antepasados, ahora prósperas y sin violencia a ambos lados de la frontera pirenaica.

Mucho tiempo atrás, justo cuando los españoles -con ayuda de funcionarios y aventureros vascos- abrían la que se convertiría décadas después en la senda de Oregón, John Adams, segundo presidente de Estados Unidos, realizaba una visita a Europa.

Durante su visita, Adams viajó a Vizcaya y citó a los vascos como ejemplo en A defense of the Constitution of the United States (1786).

Cómo inspirarse en los fueros de Vizcaya sin que se note

Pete T. Cenarrusa, el mencionado antiguo Secretario de Estado de Idaho, ha estudiado la influencia de los fueros vascos y pirenaicos en algunas partes de la Constitución de Estados Unidos.

En su viaje de 1779 por Europa para estudiar y comparar distintas formas de gobierno federal y regional, a John Adams le llamó la atención que la autonomía que los vizcaínos habían logrado para sí a lo largo de la historia, hasta el punto de “preservar su antiguo idioma, genio, leyes, gobierno y maneras, sin ruptura, durante más tiempo que cualquier otra nación europea”.

La Constitución estadounidense fue aprobada por los primeros 13 Estados, antiguas 13 Colonias, el 17 de septiembre de 1787. A nadie se le ocurriría compararla con los fueros del Señorío de Vizcaya.

Alguien tendrá que escribir algo decente al respecto ya que, como suele ocurrir, la realidad es más poderosa que la ficción, siempre manida con fórmulas y tramas para todos los públicos.

by nicolas.boullosa

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Kei cars: el porqué del éxito de los microcoches japoneses

Fri, 3 Jul 2015 06:26:26 -0400

Tras permanecer unos días en Tokio y acudir a la primera ciudad en shinkansen (tren de alta velocidad), decidimos alquilar un vehículo en Kioto para agilizar nuestros movimientos por Japón durante una visita desde mediados hasta finales de junio.

Después de Kioto, acudimos a varios lugares de los departamentos centrales de Honshū, la isla más grande y poblada del archipiélago japonés: circulamos por varios tipos de vía en las afueras de Kioto, Kansai y los alpes japoneses (Ishikawa, Toyama, Nagano), así como la enorme zona de influencia de Tokio (Saitama, Kanagawa), desde la falda del monte Fuji (Yamanashi, Shizuoka).

Observamos que las carreteras están dominadas por vehículos compactos, subcompactos y todavía más pequeños.

Sobre la percepción del tamaño de un automóvil

Incluso a ojos del visitante europeo, más acostumbrado a la popularidad de los automóviles compactos, el parque móvil japonés es especialmente comprimido. Así que en la empresa de alquiler no extrañó a nadie que optáramos por un subcompacto para una familia de 5, incluyendo equipaje.

De hecho, había varios vehículos de tamaño inferior y diseño entre “techie” e infantil, con carrocerías estrechas y elevadas y un color de matrícula distinto. Son los microcoches japoneses, desde camiones de reparto a camionetas de carga, monovolúmenes e incluso diminutos turismos. Su matrícula es amarilla, pesan menos, cuestan menos y gastan menos combustible.

Decidimos optar por la opción “familiar” y quedarnos con un subcompacto, una decisión que en esos momentos nos supo a optar por un familiar “station wagon” o un enorme SUV en lugar de una berlina convencional.

País de conducción ordenada… y peajes

Estábamos en Japón, país de conducción ordenada y por la izquierda, con señales y carteles viales únicamente en grafía japonesa (kanji) en zonas rurales y peajes automatizados con asistente sonoro en japonés.

Pese a todos los augurios, el coche fue cómodo, la conducción segura y placentera y, gracias a la era de los dispositivos celulares con conexión de datos prepago, sin pérdida, hasta el punto de atrevernos a circular tan campantes por el gigantesco Tokio.

Pese al poder homogeneizador de los medios y el comercio mundial, hay países que mantienen su propio carácter e insularidad en ámbitos tan sujetos a la globalización como el urbanismo o el parque automovilístico.

El contexto influye a las personas, y a la inversa

Japón es a menudo elegido como escenario de futuros de ciencia ficción, a menudo retratados como empachos sensoriales dominados por la robótica y la rotulación grandilocuente.

Tokio se presta, como Seúl en Corea del Sur, a servir como este tipo de escenario: en las calles comerciales de ambos países, se observa la tolerancia de transeúntes y clientes al estímulo constante con melodías, mensajes comerciales, edulcoradas invitaciones de dependientes invitando a visitar todo tipo de establecimientos y, cómo no, neón y LED hasta límites que rozan la narcosis.

El escenario de Neuromante, Lost in Translation o Akira no sólo muestra su propia idiosincrasia en el ritmo y experiencia de los centros urbanos, con una competición de olores, sonidos y visiones próximos a la saturación (un agudo contraste con la tranquilidad de barrios residenciales y callejuelas traseras).

“Microcoche espacioso” no es un oxímoron (al menos en Japón)

La insularidad es también presente tanto en la actitud viaria de la población como en las características del parque automovilístico: el tráfico, generalmente ordenado y respetuoso, se agiliza y parece evitar el colapso con la abundancia de vías urbanas elevadas y microcoches, con una larga trayectoria en Japón.

La elevada densidad, la intrincada red de estrechas calles secundarias y la dependencia energética de un país sin recursos naturales han obrado sobre la percepción pública de los microcoches, que carecen de la imagen peyorativa que ha incidido sobre su adopción en Europa Occidental -donde se han preferido los segmentos compacto y subcompacto- y, sobre todo, Norteamérica -cultura automovilística más individualista, carente de las restricciones espaciales y energéticas de Europa y Japón.

A diferencia de los conductores norteamericanos y europeos, que aspiran a cambiar su berlina compacta en un todoterreno ligero o SUV, los japoneses no muestran intención de agrandar sus vehículos utilitarios por varias razones, entre ellas el propio diseño de sus ciudades, con callejones estrechos y aparcamientos reducidos incluso para un vehículo compacto tradicional.

Conduciendo por Japón

En las carreteras de todo Japón, y con especial intensidad en las ciudades de un país densamente urbanizado, sorprende el alto porcentaje de vehículos de una categoría inexistente en el resto de economías desarrolladas: el “kei jidōsha”, o automóvil ligero.

Los “kei jidōsha” (también “kei car”, K-car) son autos de pequeña cilindrada que acostumbran a ser estrechos, cortos y muy elevados para sus dimensiones.

Quien crea que los automóviles de carrocería estrecha, comprimida y elevada, con pequeño chasis y ejes a ambos extremos de la carrocería, coronados por ruedas de pequeño diámetro, son el invento de dibujantes de manga como Akira Toriyama, autor del Dr. Slump, debería conducir por Japón durante una semana.

Evolución de un mercado automovilístico de conducción amable

Los vehículos no sólo existen, sino que destacan por su popularidad y a menudo por su equipamiento: GPS, asientos calefactados, llantas de aleación, motor con función start-stop, airbag para todos los ocupantes y otras características a menudo asociadas con vehículos de gama alta.

Los coches kei son fáciles de reconocer tanto por su tamaño y maniobrabilidad como por su diseño abombado, así como por el color amarillo de su matrícula, a diferencia del blanco en la matrícula del resto de automóviles.

Son el resultado de una cultura automovilística con personalidad propia, que valora la utilidad de cada segmento de vehículos. Y los autos ligeros son capaces de acelerar y comportarse con holgura tanto en ciudad como en autopista, como cualquiera que viaje a Japón podrá comprobar.

A diferencia de los microcoches con licencia de ciclomotor que se venden en Europa, cuya limitada potencia y velocidad les impide circular por autopistas y autovías, los kei japoneses se adaptan sin problemas a la circulación del país, en general amable y considerada (o esa es al menos la impresión que nos llevamos en *faircompanies tras circular durante dos semanas por Honshū.

600 cc para circular

Además de en las vías urbanas donde el límite de velocidad es 40 km/h, calles secundarias (30 km/h) o vías interurbanas (entre 50 y 60 km/h como límite), los kei son habituales en autopistas, con un límite de velocidad de 80-100 km/h, más estricto que en Europa y la mayor parte de los Estados norteamericanos. El motor de 600 cc de los kei más vendidos es suficiente para circular con holgura a esta velocidad.

La popularidad de los microcoches japoneses kei se traslada a la amplia oferta de modelos, suplida por varias marcas: Daihatsu, Honda, Mazda, Mitsubishi, Subaru o Suzuki, además de los más minoritarios Smart, que la firma alemana Daimler trata de popularizar en Europa y Norteamérica desde los noventa.

Un sub-segmento entre los kei tiene un peso todavía mayor en flotas de compañías de servicios y trabajadores por cuenta propia: los camiones y camionetas kei.

Estos vehículos comerciales son tan populares que resulta difícil caminar por una ciudad japonesa o conducir por japón durante un par de minutos sin verlos en plena tarea: desde furgonetas y camionetas de reparto a micro-camiones con el remolque lleno de material de obra, escombros o incluso una pequeña grúa.

Un segmento “micro” con versiones propias de monovolumen, furgoneta, camioneta y camión

Turismos con aspecto de monovolumen comprimido (“microvan”), todoterreno o furgoneta/camioneta, los kei car maniobran con facilidad por las calles estrellas de los barrios de Japón y, durante la noche, aparecen aparcados es espacios imposibles: pequeños aparcamientos junto o dentro de una vivienda o edificio y, en ocasiones, en aparcamientos -privados o públicos- elevados que emplean un pequeño motor hidráulico para doblar la capacidad de un único espacio.

El sentido de los microcoches K-car no depende únicamente de su tamaño y, por tanto, maniobrabilidad y facilidad de aparcamiento incluso en las zonas más densas de Tokio, sino en su eficiencia y categoría fiscal: su motor, con una cilindrada máxima de 660 cc, capaz de lograr 64 caballos de potencia (47 kW), permite a sus propietarios pagar por estos vehículos una fracción de los impuestos de un automóvil convencional.

En Japón, el impuesto sobre el consumo de vehículos es muy inferior a la media europea: un microcoche kei grava sólo el 3% del precio de compra, mientras que un automóvil convencional soporta una -todavía modesta desde el prisma europeo- tasa del 5%.

Eso sí, en Japón existe un impuesto por el peso del vehículo, con un descuento de la tasa para quienes adquieren el permiso para circular en función del peso del automóvil por tres años, en lugar de dos. La diferencia en este impuesto entre el importe que deben pagar los autos kei y el de los vehículos convencionales es del 30%.

Una tipología surgida en años de escasez y restricciones

Las características reducidas de los kei también inciden en un ahorro en el contrato del seguro obligatorio (un contrato de un seguro por 24 meses suele costar 18.980 yen (138 euros, 154 dólares), mientras un automóvil convencional implica un desembolso medio por un contrato con la misma duración de 22.470 yen (164 euros, 183 dólares).

La industria japonesa de coches kei proliferó en paralelo con el desarrollo de microcoches o “coches burbuja” europeos: en paralelo con las restricciones sobre el uso de petróleo y carburantes durante los años de reconstrucción tras la II Guerra Mundial, Europa Occidental trató de solventar la movilidad urbana con motocicletas, motocarros y pequeños automóviles.

Marcas como Isetta, Messersmicht o Piaggio experimentaron con diseños tan comprimidos como innovadores y atrevidos, pero el fin de las restricciones influyó sobre las ventas de los microcoches o “coches burbuja” en Europa.

Éxito en Japón, ostracismo en Europa, inexistencia en Estados Unidos

No así en Japón, donde los primeros autos kei  o kei cars de finales de los 40, con potencia y velocidad muy limitadas al tener motores de 2 y 4 tiempos con 100 y 150 cc, respectivamente, evolucionaron hacia los más sofisticados y ágiles kei de 360 cc (4 tiempos) y 240 cc (2 tiempos), motores usados y perfeccionados en un vehículo que crecía en paralelo durante los años 50: la motocicleta.

A medida que se consolidaba su uso en Japón, los vehículos equivalentes a los kei cars japoneses desaparecían de las calles europeas: en 1976, tres años después de la crisis del petróleo, los modelos kei de las distintas marcas ostentaban un motor de 550 cc, que finalmente alcanzaría los actuales 660 cc a principios de la década de los 90.

En paralelo al aumento de cilindrada, estos pequeños vehículos japoneses maximizaban su espacio, creciendo (relativamente) en tamaño y, sobre todo, en espacio disponible, empujando los ejes delantero y trasero a ambos extremos del vehículo, reduciendo el tamaño del motor y aumentando la altura del habitáculo.

La longitud máxima de los kei car en 1949 se situaba en 2,8 metros y alcanzaría los 3 metros en los años 50, hasta el máximo actual de 3,4 metros).

Los paralelismos entre Messerschmitt y Subaru

Si en Alemania, la firma Messerschmitt trataba de reconvertirse desde empresa aeronáutica a firma automovilística, con pequeños vehículos cuya carrocería imitaba la cabina de un avión biplaza, en Japón la firma Nakajima Aircraft Company hacía lo propio y desarrollaba tras la costosa guerra perdida el primer auto kei con éxito comercial, el Subaru 360 (1958-1970).

A partir de los 50 y durante los 60 y 70, les seguirían otros éxitos como el Mazda R360 (1960-1969), el Honda N360 (1967-1972) o el Honda Life (1972-1974), cuyo aspecto de micro-monovolumen para aumentar el espacio interior disponible con el mínimo tamaño de carrocería, se asemejaba ya a la tendencia dominante en la actualidad en el segmento.

Antes del Honda Life, el mismo Subaru 360 evolucionó a finales de los 60 hacia una pequeña furgoneta ligera, la Subaru Sambar de 360 cc, cuyo aspecto recuerda a una Volkswagen T1-T2 comprimida.

Autos kei y motocicletas

Gracias a una evolución tecnológica que aprovechaba sinergias de la industria motociclista, los autos kei no sólo se consolidaron en Japón, sino que su éxito -por precio e incentivos fiscales, consumo, maniobrabilidad- creó dos universos automovilísticos paralelos: por un lado, los coches kei; por el otro, los turismos y vehículos comerciales convencionales.

La popularidad de los kei cars inspiró una nueva tasa gubernamental que trata de recaudar y, a la vez, funcionar como regulador del mercado, sobre todo en entornos metropolitanos y rurales con menos constricciones que las grandes urbes:

  • los turismos convencionales pagan un impuesto de circulación de alrededor de 29.500 yen, aunque el impuesto está sujeto a regulaciones locales;
  • los vehículos comerciales con una capacidad de carga superior a 1.000 kilogramos pagan 13.500 yen;
  • mientras que los “vehículos ligeros” (kei) con motores inferiores a 1.000 cc pagan 7.200 yen, o 4.000 cuando se trata de microcoches comerciales.

Críticas

Los inconvenientes no acaban aquí. Pese al conservador límite de velocidad tanto en vías urbanas e interurbanas como en autopistas y autovías, así como a la escasa agresividad del entorno vial japonés, donde se suele circular bajo límites de 50 km/h -31 mph-, los expertos (es el caso del organismo IIHS) indican que tanto las dimensiones como la ligera carrocería de los kei cars incidirían tanto sobre la experiencia de conducción como sobre la seguridad de los ocupantes. 

Los ocupantes padecerían mayores efectos de inercia, de padecer colisiones con vehículos de mayor tamaño y peso a velocidades superiores a 50 km/h.

El público japonés parece más consciente que el europeo y el estadounidense de la mejora tecnológica de tecnologías de seguridad pasiva y activa:

  • desde funciones de conducción asistida (aviso de atascos, peajes, problemas en la vía, etc.);
  • a materiales más ligeros y resistentes a mejor control y comportamiento ante impactos a medidas de protección de conductor y acompañantes en caso de impacto.

Dr. Slump revisited

Sea como fuere, las pruebas de seguridad de los kei cars japoneses y modelos foráneos análogos (por ejemplo, el Smart Fortwo) otorgan a cualquier de estos vehículos mayor seguridad que cualquier motocicleta con cilindrada equivalente, sumando las ventajas del espacio, la capacidad de carga y la protección ante las inclemencias del tiempo.

Los kei cars ya no son tan pequeños ni tan comprimidos: la mayoría incorpora equipamiento de vehículos de mayor gama (airbags para todos los ocupantes, cámara de asistencia para el aparcamiento, navegación a bordo, etc.). 

Son modelos que se integran en el popular subgrupo de los “chicos altos” o “familiares altos”: monovolúmenes con carrocería tan elevada que harían las delicias del mismísimo Dr. Slump. Suzuki Alto, Mitsubishi eK, Daihatsu Move u Honda N-Box, entre otros, comparten estas características.

Eso sí, que ningún foráneo espere encontrarse con algún japonés, independientemente de sexo y edad, avergonzado por conducir un coche kei. Más bien al contrario.

Automóviles y testosterona

Como la proliferación de la bicicleta en entornos donde adquiere todo su sentido (trayectos urbanos, cortos y pacificados), se trata de una cuestión cultural.

Difícilmente un europeo, y qué decir de un norteamericano (contando en este caso a Estados Unidos y Canadá como un todo en cultura vial), apreciará las sutiles ventajas cotidianas que un trabajador o familia japonesa ha encontrado desde los años 50 en los “keiji dōsha”.

Antes de acabar este artículo, paseo por el céntrico y comercial Shinjuku (donde nos alojamos los últimos días de nuestra estancia en Tokio) hasta Shibuya, pasando por Omotesando, y me topo con concesionarios de Porsche, Lamborghini y Ferrari en un radio de 1 km, así como el centro tecnológico de Lexus, que muestra en el escaparate el superdeportivo de la marca.

Mientras tanto, junto a los escaparates de la exclusiva calle comercial de Omotesando, en plena calzada, circulan ágiles los pequeños kei de altura ajena a la proporción áurea del diseño industrial que tratan de lograr los diseñadores de modelos exclusivos.

Japón permite estos y muchos otros contrastes sin que nadie vea en ello una contradicción. Algo se pierde siempre en cualquier traducción.

by nicolas.boullosa

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Tokio: silenciosa, abrumadora y experimental, según el nivel

Fri, 19 Jun 2015 11:10:42 -0400

Si la solución a algunos de los retos de la humanidad en las próximas décadas son las ciudades, tanto por lo que representan de acceso a educación y servicios por su menor impacto agregado, Tokio es uno de los campos de pruebas sobre el futuro de las zonas hiperurbanizadas.

Tokio es mucho más que una caricatura de sí misma. A Occidente llegan de ella sus interpretaciones desde una mirada occidental, sus excesos y sus destellos: el escenario de Godzilla dejando paso al Neuromante (1984), que cede el testigo a Akira (la película animada, basada en un cómic, es de 1988) y al empacho actual de sucedáneos.

La ciudad es, a pesar de quienes la idealizan o estereotipan a partir de los relatos de la cultura pop, tan inabarcable en lo geográfico como en la superposición de realidades y posibilidades.

Megaciudad con tranquilidad monacal a pie de calle

Lo primero que sorprende de Tokio es la aparente asintonía entre sus inabarcables números e impresiones en la cultura popular global, y la sensación que uno tiene perdiéndose en las calles secundarias y callejuelas de barrios como Ueno, Asakusa, Yanaka, que eluden el carácter comercial de sus arterias y sirven de tranquilo escenario de la vida de barrio de muchos de sus habitantes.

(Imagen: Nagakin Capsule Tower)

A microescala, Tokio es una megaciudad de ciudades, cada una de las cuales está compuesta por barrios aglutinados en torno a sí mismos, compuestos a menudo por enjambres de viviendas unifamiliares y, en las calles más transitadas, edificios de oficinas y apartamentos con una altura modesta, más europea que de downtown estadounidense.

Como un juego de muñecas rusas o, según la tradición sintoísta, como si se tratara de un diseño orgánico tomado de la naturaleza (por ejemplo, una fractal), una pequeña zona con idiosincrasia propia (por ejemplo, el barrio de Yanaka, con una antigua bohemia a lo Montmartre y ahora un apacible barrio familiar y artístico) desarrolla a pie de calle una actividad a escala humana, respetuosa con el azar de cada uno.

Los modelos estéticos tradicionales orientales pretenden integrar, como una fractal o matrioska, los distintos niveles de la realidad urbana interconectada (persona, hogar, entorno inmediato, población) en un mismo organismo interconectado.

Formalidad cívica, eclecticismo arquitectónico

Falta de ruido, bicicletas que esquivan amablemente a transeúntes pacientes y tan educados que acaban haciendo sospechar a cualquier forastero curtido entre los codazos de turismo barato de cualquier ciudad global, ancianos acarreando su compra a pulso mientras caminan a buen paso, mamás transportando en bicicleta a uno o dos (en ocasiones tres) niños, trabajadores protegiendo a los curiosos de la tarea con tal pudor que parece que estuvieran manipulando productos peligrosos…

(Imagen: la red tokiota de transporte público está compuesta por decenas de servicios interconectados)

Y así, en medio de la supuesta vorágine inhabitable que debería ser la ciudad más poblada del mundo, el visitante se topa de pronto con una caminata de minutos -a veces, horas- por calles con poco tráfico, callejuelas repletas de pequeñas y a menudo estrechas casas unifamiliares que, en el eclecticismo de sus formas y materiales, a menudo más humildes que en otros países ricos con similar renta por habitante, guardan una cierta pulcritud y armonía orgánica.

En estas calles asfaltadas y sin más acera que una raya (a veces, ni eso), donde caminan personas y grupos de diversas generaciones y con estilos tan dispares como los encontrados en cualquier otra gran ciudad, uno puede encontrar un diminuto y exquisito café ambientado en la arquitectura tradicional japonesa, una vivienda u oficina profesional minimalista, una humilde casa con paredes remendadas con madera de contrachapado y láminas de acero corrugado, y un pequeño templo budista o sintoísta aquí o allá, en ocasiones junto a pequeños y pulcros cementerios.

Explorando la ciudad desde los barrios residenciales de Ueno y Asakusa

El respeto por los antepasados está tan interiorizado por el pueblo japonés que, pese a la secularidad de la mayoría de los tokiotas, a nadie le sorprende ni repele, sino todo lo contrario, que su propiedad o las vistas de sus ventanas linden con alguno de los numerosos cementerios repartidos por los barrios de la ciudad, que representan junto a los templos y altares sintoístas y budistas, tan discretos como el propio carácter local, un nexo de unión con el pasado.

Iniciando un paseo desde Taito-Ku, entre el barrio tradicional y turístico de Asakusa (oeste) y el barrio de los museos y universidades (Ueno y Akihabara, al este), el Tokio del imaginario colectivo global queda muy lejos. 

El Tokio residencial y local de los profesionales de la ciudad carece de las grandes avenidas de rascacielos y tiendas a la última, o de calles comerciales atiborradas de carteles de neón, animaciones en pantallas gigantes y música de fondo de las zonas y avenidas de moda en Ginza, Obaida, Omotesando, etc.

(Imagen: otra perspectiva de la Nagakin Capsule Tower)

Así, uno tropieza a paso amable, de conversación animada o deliciosa divagación introspectiva en solitario, con un gran árbol, las macetas humildes que motean la diminuta fachada de cada casa, donde el espacio comprimido no impide que haya una bicicleta a la puerta (con cesta y/o portaniños), así como un vehículo con habitáculo tan alto como comprimido (estilo Doctor Slump) aparcado en un pequeño espacio anejo o, literalmente, dentro de casa.

Fractal urbana: el nivel de la ciudad global

Cruzando las grandes separaciones (enormes redes viarias con tráfico rodado en ambos sentidos y paso elevado también de doble sentido; redes de metro, ferrocarril y tren de alta velocidad), aparece la auténtica urbanidad tokiota: una ciudad vivible, tranquila, con vegetación abundante y cosas que suceden a escala humana. 

Entonces, aparecen aquí y allá un vehículo transitando a velocidad respetuosa, bicicletas, gente caminando, vehículos de reparto…

El contraste mencionado con esta tranquilidad a pie de barrio se produce en el siguiente nivel de fractal o muñeca rusa: las redes que separan y conectan entre sí a los grandes barrios, y a menudo permiten evitarlos, son una dimensión ajena a esta realidad lenta y silenciosa.

(Imagen: Tanaka, al norte de Ueno, Tokio)

Esta dimensión superior a la calle intransitable está compuesta por la vía de la red de trenes de alta velocidad que conecta Tokio con el resto de Japón (Shinkansen), la red de metro y tren, los pasos elevados, los carteles luminosos y la saturación de tipografía, ofertas, sonido de fondo y gente en las calles comerciales y atestadas de oficinistas…

Una ciudad orgánica y sin planificación centralizada

Un pastiche, en definitiva, cosido sin la coherencia de urbes con plano homogéneo e ilustrado, como el -a menudo venerado por los muy viajados tokiotas- París de la reforma urbanística de Haussmann (avenidas de perfección euclídea, edificios con tejado de mansarda y contraventanas idénticas, etc.). 

Pero, quizá por ello, Tokio carece de una racionalidad inducida o forzada sobre su población y, por el contrario, ha crecido como un superorganismo, de manera orgánica, tal y como promueve la olvidada pero interiorizada personalidad sintoísta.

(Imagen: al fondo, de nuevo Nagakin Capsule Tower)

La emergencia, surgimiento o “emergentismo” se refiere a las propiedades de un sistema no reducibles a las propiedades de las partes que lo constituyen: no se puede medir la temperatura de una habitación tomando una molécula de su espacio, ni la “inteligencia” de un hormiguero equivaldría únicamente a la suma del muy limitado comportamiento de la suma de sus individuos.

Tokio es una ciudad más “emergentista” que muchas otras, sobre todo en sus pulcros rincones planificados por sus habitantes a partir de un ideal y una actitud, sin someterse a planes maestros ni a una idea centralizada de urbanismo. 

La extensión real de una (sorprendentemente amable) ciudad de ciudades

Seguimos por el paseo por Tanaka, Ueno y, hacia el sur por los barrios residenciales en torno al complejo del palacio imperial, el centro neurálgico de la histórica Edo y hoy pulmón del centro urbano. 

Prosiguen los transeúntes con paso educado y respetuoso -se diría que en ocasiones se forman colas espontáneas de numerosas filas indias en los pasos de peatones más concurridos-, ataviados con ropa formal -muy formal-, muy presente en personas de ambos sexos de mediana edad.

Abundan niños y adolescentes en uniforme escolar, jóvenes y adultos con vestir adusto, individuos a la última, sibaritas de las últimas tendencias, o curiosas subculturas urbanas que tratan la ropa como medio de expresión

Y, más allá de las grandes calles, centros neurálgicos, zonas comerciales o de trabajo, se suceden las calles y el ritmo de una vida amable, sin los codazos ni enconamiento de las urbes europeas o estadounidenses. Sorprende quizá después de leer que el censo de la ciudad “real” es de 34 millones de habitantes.

La amabilidad de los barrios vs. el empacho sensorial del Tokio comercial

Con apenas diez millones de habitantes menos que toda España, el Tokio metropolitano supera incluso a las megalópolis de los países en desarrollo, pese a la baja natalidad y al paulatino envejecimiento de la población japonesa. Y, pese a ello, hay barrios densos y de vivir apacible, donde la gente se prodiga en los trayectos cortos a pie o en bicicleta.

(Imagen: Asakusa, Tokio)

Una maraña de callejuelas, calles y avenidas nada euclídea pese a los intentos urbanísticos desde finales del XIX que, sin embargo palpita con un emergentismo orgánico que respeta el ritmo de sus habitantes. 

Niños que caminan a la escuela, ancianos caminando o en bicicleta sin que nadie les imponga un ritmo ajeno a su edad, jóvenes atareados y a menudo más revolucionados que las otras generaciones, padres que vuelven al barrio en metro después de trabajar en otra zona de la ciudad…

A su manera, Tokio muestra que es posible combinar distintos pálpitos, ritmos y sensibilidades sin perder calidad de vida incluso en ciudades en apariencia interminables e inabarcables.

(Imagen: vistas de la moderna torre de comunicaciones Sky Tree y, en primer término, el templo budista Sensō-ji, en Asakusa)

Bienvenidos a una versión particular del futuro

Tokio hace empequeñecer a otras ciudades globales pero, en cierto modo, se diferencia de éstas porque sus habitantes han interiorizado culturalmente que hay un registro o tipo de urbanidad para cada nivel:

  • en la vida de cada barrio, se respeta la idiosincrasia de cada cual y conviven jóvenes de tribus urbanas todavía no estereotipadas con individuos de espíritu sintoísta o budista, y es posible vivir al ritmo dictado por uno mismo;
  • en los niveles superiores de organización urbana, hay que renunciar a ciertas rutinas personales para adaptarse a ritmos que multiplican la velocidad y el número de impulsos (compuestos por todo tipo de información multisensorial: ambulancias con mensajes por megafonía, mensajes en el metro, música en los comercios, máquinas expendedoras de bebidas y snacks por cualquier sitio, carteles luminosos…).

Japón y su mayor urbe, compuesta en realidad por una única conurbación desde Tokio (en realidad con algo menos de 10 millones de habitantes, si se cuentan los límites administrativos de la ciudad y no los reales) hasta Yokohama, tienen más que ofrecer al mundo que los productos que Japón sigue exportando al mundo después de dos décadas de deflación, el ascenso tecnológico y productivo de los conglomerados empresariales de Corea del Sur y el auge de las exportaciones de China, Taiwán y el resto de emergentes asiáticos.

(Imagen: vida compacta, aunque apacible y confortable, en los densos barrios residenciales de Tokio, donde ningún espacio es desaprovechado)

Cotejando datos, lecturas y realidad percibida

La lejanía e insularidad históricas del país no lo han ayudado en las últimas dos décadas, cuando la globalización ha facilitado que compañías japonesas y occidentales fabriquen en terceros países, mientras la diferencia de género -más marcada que en cualquier otro país rico- y la rigidez educativa y empresarial, unidas a la falta de cambio generacional, han provocado un conservadurismo en todos los ámbitos de una sociedad jerarquizada y gregaria.

Es difícil realizar cambios radicales en el gobierno japonés, pero también en los altos estamentos educativos y empresariales, lo que explicaría una deflación de dos décadas, un descomunal nivel de deuda en relación con el PIB del país y el mayor envejecimiento poblacional del mundo desarrollado en el país con mayor esperanza de vida.

(Imagen: ajetreo en Ginza, Tokio)

Según el análisis tecnológico tradicional, uno de los problemas fundamentales de Japón es la incapacidad para improvisar y adaptarse a una nueva era dominada por los servicios de la información. Como ocurre con Alemania, Japón tampoco ha podido reproducir el equivalente a Silicon Valley. 

Cuando la insularidad es una ventaja: resistencia a la disrupción

Silicon Valley fue tan posible con inversión disponible como con la mentalidad adecuada: inversión estatal (tecnología militar a través de la agencia DARPA y subcontratas como la de Lockheed Martin), así como la tolerancia por el riesgo y la simbiosis educativo-tecnológica entre Stanford y emprendedores pioneros como David Hewlett y Bill Packard.

Japón, por el contrario, ha mejorado y miniaturizado más productos que inventado históricamente (la historia de Sony o cualquier otra gran corporación lo desmentiría, pues también destacan las invenciones), con una mentalidad tecnológica más próxima a un país segundón que pionero (con los riesgos y beneficios que combina esta última actitud).

Pero la resistencia que Japón ha encontrado a una globalización acelerada en las últimas décadas podría constituir la ventaja competitiva de los próximos lustros. 

Así lo creen el emprendedor e inversor de Silicon Valley Peter Thiel, autor del ensayo Zero to One, y el economista de la George Mason University, bloguero en Marginal Revolution y autor de El gran estancamiento, mientras explicaban en una entrevista informal (vídeo y transcripción) cuáles son las economías mejor posicionadas para el futuro en un mundo con menos empleos susceptibles de realizarse en países con menos costes o de reemplazarse con algoritmos.

Tokio vista con ojos frescos

Entre los países desarrollados que podrían dar la sorpresa en el futuro, Peter Thiel menciona a los que tienen culturas y economías más distintivas y con menos riesgo de convertirse en una mercancía que podría producirse más rápido y barato en cualquier otro lugar.

Pese a la supuesta resistencia de Japón a la segunda oleada de globalización económica y comercial, que empieza a frenarse según los últimos datos, es precisamente la globalización la que otorga a cualquiera una oportunidad para conocer de primera mano la cultura nipona por una fracción del precio de hace unos años, no tanto debido a los efectos de la deflación como la hipercompetitividad global de productos y servicios.

Con un vuelo económico comprado con meses de antelación, un teléfono libre para comprar una tarjeta SIM de datos con modalidad prepago, tecnologías como Google Maps (modo navegación), y servicios colaborativos como Airbnb, cualquiera puede pasar dos semanas y media en Japón sin encontrar más inconvenientes que la capacidad para leer kanji, y los lapsos de memoria cuando uno cree necesario recurrir a algo más que el equivalente en japonés de “muchas gracias” o “cómo estás”.

Tokio y la batalla global de bits y átomos

Y qué mejor que comprobar en persona cómo una  sociedad aparentemente más jerárquica, insular y basada en la gerontocracia (como ocurre en otros países -Italia, por ejemplo-, en Japón no hay relevo generacional en varios puestos clave) que la de otros países ricos muestra una imaginación y dinamismo sin parangón en múltiples sectores.

Japón ha quedado rezagada en la batalla de los bits, al ser incapaz de crear servicios de Internet con vocación global, más allá de la industria de los videojuegos y entretenimiento digital. No ocurre lo mismo con los “átomos”, desde la robótica (aliándose con otras potencias asiáticas si es necesario) a la arquitectura.

El mercado inmobiliario japonés se presta más que el occidental a la experimentación radical con conceptos, tamaños, formas y materiales. Arquitectos y clientes se arriesgan con el mundo físico y sus barreras tradicionales, exactamente las limitaciones achacadas a Japón y su papel secundario en tecnologías de la información.

A diferencia del mundo de los datos, el mundo físico (el inicio del “mundo conectado” y la Internet de las cosas) tendría mucho que aprender de Japón, donde conviven aciertos y excesos y tanto fachadas como edificios, calles y distritos enteros parecen probar nuevos conceptos a diario.

¿Es posible exportar el “mundo físico”?

Casas, edificios de oficinas, carteles luminosos, aparcamientos verticales tan pequeños y compactos como para albergar a dos vehículos, uno almacenado sobre el otro, en un único espacio de aparcamiento junto a una vivienda, a varias hieras con varios vehículos apilados en estructuras metálicas con ascensor hidráulico y sistema motorizado…

Para que algunas zonas de Tokio equivalieran para el mundo físico a lo que Silicon Valley significa para la economía digital, Japón debería interesarse de un modo más agresivo por exportar sus ideas y experimentos:

  • viviendas a la carta tan precisas y personalizadas como un teléfono inteligente;
  • automatización de todo tipo de servicios;
  • aprovechamiento de espacios y materiales hasta niveles insospechados;
  • etc.

Un ejemplo de la eficiencia e inventiva de la megaciudad donde se ambientan Akira o Neuromante es el aprovechamiento, a medio caballo entre la concienciación de una mentalidad frugal y el futurismo, del espacio viario, donde los pasos elevados de las numerosas autopistas y redes de metro y tren se aprovecha para uso comercial.

Más allá de los hikikomori

El paso elevado que cruza Ginza de norte a sur, por ejemplo, alberga numerosas tiendas, restaurantes y bares de copas que animan un distrito comercial y de negocios cuando cae la tarde. Ocurre otro tanto en el resto de principales pasos elevados a la altura de Akihabara y Ueno, al norte de Ginza; o en el barrio tradicional de Asakusa, al este de los mencionados.

Si en algún rincón de Tokio se funden estereotipos de futuro fallido y deflacionario, transitado por una población envejecida y conservadora que retiene como puede el generoso poder adquisitivo de sus pensiones, es en proyectos iniciados en las últimas décadas que, pese a no haber funcionado, siguen inspirando a quienes se atreven a salirse de la norma.

Si el fenómeno hikikomori se refiere a los jóvenes varones japoneses que sucumben a la presión de las expectativas que la familia y la sociedad depositan en ellos, el fenómeno de los estilos de vida experimentales y frugales supone el antagonista hikikomori, desafiando la presión jerárquica y tradicionalista con iniciativas originales que pretenden crear valor sin que se traduzca en gasto físico o económico.

Hay jóvenes viviendo y/o trabajando en pequeños espacios y “cápsulas” en distintas zonas de Tokio, aprendiendo con la experiencia.

Atreviéndose

Asimismo, abundan los espacios compartidos por jóvenes con intereses comunes, que comparten espacios comunes en residencias con varias habitaciones, mientras aprenden e intercambias tareas e ideas durante la convivencia. 

Son las “casas para compartir”, según la expresión usada por The Japan Times: a medio camino entre un dormitorio universitario, un edificio de bohemios del Montmartre decimonónico y un kibbutz israelí.

Las “share houses” también experimentan con el espacio, y no sólo con el concepto: dos ejemplos como prueba de ello.

Un edificio setentero muy actual

Arquitectónicamente, estas ideas emergentes (y emergentistas, por su carácter orgánico) podrían sintetizarse en lo que va camino de convertirse en un símbolo del Tokio futurista y abierto que pudo ser y no fue: se trata de la Nagakin Capsule Tower, una torre residencial y de oficinas diseñada por Kisho Kurokawa en Shimbasi en 1972, dentro de los límites del Tokio más neoyorquino y comercial, al sur de las calles comerciales de Ginza.

La Capsule Tower es un edificio con 140 cápsulas que se integran y comportan dentro de la estructura del edificio como unidades modulares de quita y pon. Diseñado y erigido como manifiesto del Movimiento Metabolista, corriente arquitectónica moderna japonesa tras la II Guerra Mundial, el atrevimiento y futurismo de la idea hablan de la confianza y tolerancia por el riesgo del Japón de inicios de los 70, y se adelanta varias décadas a tendencias modulares actuales como los edificios modulares de microapartamentos que se completan en distintos lugares del mundo.

Varias cápsulas del edificio siguen habitadas, si bien muchos propietarios presionan para que se renueven aspectos comunes del edificio tales como el aislamiento de cada una de las cápsulas que componen el edificio (de 2,3 x 3,8 x 2,1 metros), así como la sustitución de las instalaciones de asbestos por materiales no tóxicos.

Hoy (y constatamos estas palabras al haber visitado y pernoctado en el edificio, así como explorado las vistas circundantes de éste desde otros edificios y pasos elevados de la zona), el Nagakin Capsule Tower se erige como uno de los edificios más atrevidos y contemporáneos de Ginza, pese a ser realidad uno de los más antiguos de la zona.

Tokio es capaz de ofrecer lecciones que sorprenden a quien desconoce su cotidianidad, tales como su seguridad y carácter apacible, llegando a tranquilo (o incluso meditativo) en la maraña de pulcros callejones de cada barrio.

Futuro desde el futuro

A la vez, sorprende la formalidad cívica de la población hasta niveles que rozan la indignación (“¿no será que estén tomando el pelo a los visitantes?”) y el aguante sensorial de la población, dado el intolerable empacho de carteles, sonidos y olores en las calles comerciales de los barrios tradicionales.

¿Deflación? Seguramente. Pero es demasiado arriesgado, recuerdan Peter Thiel o Tyler Cowen, entre otros, extrapolar la falta de crecimiento neto de la economía japonesa al conjunto del país y hablar de decadencia, sobre todo cuando saltan a la vista, incluso para el visitante más despistado, los modos en que la realidad física puede ser transformada.

Japón no sólo se intenta posicionar en automóviles, electrónica de consumo, videojuegos, robótica de entretenimiento, etc. Sus creadores, aunque poco conocidos en Occidente, experimentan con nuevos modos de entender la realidad, desde nuestra ropa a nuestro cobijo.

by nicolas.boullosa

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